Publicado en Artes Visuales, Colección Letra y Solfa, Letras Cubanas, 1993
Por la lectura de un reciente número de Música y Artes Visuales, excelente publicación de la Unión Panamericana, me entero de la muerte de Rafael Moreno, auténtico y americanísimo “primitivo” del Siglo XX... Primitivo de verdad porque jamás supo de teorías artísticas, polémicas, ni “movimientos”; americanísimo porque sentía lo cubano y lo tropical sobre todo con una sinceridad que le hacía intuir lo que había más allá de las fronteras acuáticas de su isla, inscribiendo sus escenas familiares, sus arquitecturas, sus temas todos, en el panorama de una América semejante a sí misma, dondequiera que el tiempo acuna las vertientes de un tejado colonial; dondequiera que crecen el granado, la albahaca y la pomarrosa, en las penumbras de un patio; dondequiera que la yunta tozuda arrastra hacia el ingenio -o el cachimbo- ,cercano, la carreta cargada de cañas ya olorosas a melazas futuras...
Nacido en Huelva, Rafael Moreno llegó a Cuba, donde habría de vivir hasta su muerte, en 1923. Pintor de brocha gorda, empezó por ejercer honradamente su profesión. Pero cuando regresaba a su casa, luego de haber enjalbegado una pared, de haber penado en los andamios de algún edificio, sacaba pinceles, unos tubos Lefranc, varias espátulas, de una bolsa de papel de estraza, y se daba a pintar, en cartones, en hojas blancas, en tablas -rara vez en telas- alguna cosa que durante el día, hubiera dejado una imagen en su mente. Podía ser la visión de un patio colonial, de una terraza; de una habitación de señorita cuyos muebles –armario, consola, espejo, vaso con flores- se divertía en recordar. Podía ser un bodegón de cocos, piñas y mameyes. O yendo a los trasmundos de fugaces preocupaciones religiosas, alguna visión del Paraíso Terrenal, del mundo antes de la Culpa, del Árbol de la Ciencia, sobre cuya superficie ignorante de toda malicia retozaban dos diplodocus...
Un día de verano del año 1941, Pierre Loeb, amigo y marchand de Picasso y de Miró*, que se hallaba en La Habana a causa de la guerra, entró en la barraca de una de las “fritas” de la playa de Mariano. De pronto quedó absorto ante una decoración mural que representaba un ingenio de azúcar en la plena molienda. Aquello era una pintura ingenua evidentemente. Pero había en la blancura de los edificios, en la colocación de las chimeneas, en la hermosa calidad de las tierras, en el verdor de las cañas, en la minuciosa -casi asiática - pintura de los árboles, una gracia, un sentido innato de la composición, una intuición de los valores, que dejaron asombrado a quien tanto sabía de “primitivos” verdaderos y amañados, de “ingenuos” con agallas y de “populares” pasados por el tamiza surrealista.